viernes, febrero 19, 2010

La calentura del celuloide III: Rosebud

La enigmática palabreja anglosajona rosebud (pimpollo, según traducción literal del inglés) redirige presto ese inquietante y traicionero mecanismo que es la memoria hacia el modélico Ciudadano Kane de Welles y su pleonástica secuencia final en que los juguetes de la infancia del protagonista, aquella bola de cristal con motivo navideño semioculto por la nieve y un desvencijado trineo calado de polvo y recuerdo hasta los renos, se convierten en pasto alegre de las llamas. No descubro nada al decir que el todopoderoso Charles Foster Kane, al contemplarse ante el avinagrado espejo de su vanidad y proyectar sobre el azogue su obsesión por el pasado, reconoce sin dificultad en el milagro de la luz al magnate de la prensa y la radiocomunicación norteamericana William Randolph Hearst, aquel que tantas bocas tuviese que alimentar o silenciar para proteger su imagen tras verse salpicado, junto a otros nombres importantes del cine como Daniel Carson (jefe de producción de Hearst) o Charles Chaplin, por el misterioso deceso el 16 de noviembre de 1924 del prometedor productor y realizador Thomas Ince en el transcurso de una fiesta de cumpleaños a bordo de Oneida, el yate privado del jerarca. Sepan los más curiosos y/o morbosos que en 2001 el más cinéfilo de los cineastas (con permiso de nuestro Garci y de los enfants terribles de la Nouvelle Vague), Peter Bogdanovich, recreó esta historia para la pantalla de plata bajo el título
The cat's meow, con Edward Herrmann encarnando al omnímodo multimillonario. Pues bien, por aquel entonces Hearst andaba enrollado con la (siempre aspirante a) actriz Marion Davies, 34 años menor que él, de quien cuenta la leyenda que antes de entregarse al alcohol se entregó también a Chaplin, lo que lógicamente complica aún más el funesto episodio del festejo en la embarcación, sobre el que se llegó a especular que la muerte de Ince no fue más que un ridículo accidente en tanto que la bala ejecutora llevaba escrito con letras mayúsculas y grafía hearstiana el nombre del genio sin par del bombín, el bastón y el falso mostacho.

A lo que voy: lo que sí pudiera resultar un descubrimiento para el lector que haya atesorado la paciencia suficiente para llegar hasta aquí es la ligereza de (cascos y) tacto de la Davies, de quien también cuenta la leyenda que en una de esas prolíficas y desmesuradas fiestas en San Simeón, el castillo en el Pacífico californiano con 111 dependencias y una piscina de agua de mar de 33 metros de longitud que compartía con el magnate, se fue de la lengua entre tartamudeos 1 y confesó en petit comité (en defensa de la actriz he de decir que eso es lo que uno siempre cree y luego resulta que no hay comité pequeño), vaya usted a saber cuántos litros de alcohol regaban ya sus intestinos, que rosebud era el término que Hearst acuñó para referirse cariñosamente al sexo de su guayabo, algo así como el coñito de Miss Davies pero en versión poético-finolis: el brote tierno que aún no ha despuntado en flor de mayo. Como decía antes ningún comité es suficientemente pequeño y menos aún cuando uno de los nombres asiduos a aquellas galas era el de Louella Parsons, la lengua más viperina de la prensa amarillista norteamericana a ese lado del río Pecos. Es así como el rosebud de Marion debió pasar de boca en boca (con las debidas disculpas a su excelencia Hearst por la expresión) hasta llegar de labios de Herman Mankiewicz a oídos de Welles, maestro artificiero de la pirotecnia estilística y artífice de la magia de salón, quien con inusitada mala leche aún no superada en toda la historia del cine (salvo quizá por algunos pespuntes de Wilder, de nuestro Berlanga y el emblemático usted haga zig, que yo haré zag de Michael Caine cuando en el ocaso de Comando en el Mar de China ha de atravesar junto con Cliff Robertson el inmenso maizal, con los japos apuntándoles al culo con toda su artillería pesada, que los separa de las tropas aliadas) lo filmó consumiéndose entre llamas al mismo tiempo que Kane/Hearst agonizaba y además se recreó en sus chispeantes cenizas, al modo de un rezo al estilo napoleónico desde el que parece escucharse: desde las más ardientes piras del deseo, 30 años de historia os contemplan. Y ante tan metafórica y conmovedora estampa, Kane exhaló su penúltimo suspiro: Rosebud. Ofendido y desprestigiado hasta el arrebato, la noche del estreno de Ciudadano Kane Hearst negoció la perversa presencia de un fotógrafo y una menor desnuda en la habitación de hotel que ocupaba Welles para cubrir de basura al cineasta, si bien alguien descubrió el pastel podrido a tiempo y dio la voz de alarma al director. Así se juega, se vive y se muere en la Hollywood league.

1. Marion Davies era tartamuda, hecho este que dificultaba aún más su carrera como actriz y la dejaba en la estacada con la llegada del sonoro. No es de extrañar que buscase la protección y el mecenazgo de un tipo tan poderoso como Hearst

martes, febrero 16, 2010

Languidece la vida

Languidece la vida rescatando
congojas del anzuelo del olvido,
evadiendo los impuestos del descuido
y hurgando en costales rotos, hurgando.
Como huye el preso de la fortaleza
se va la vida en horas de oficina
con sus alas llenas de gasolina
volando de los pies a la cabeza.
Y no reparamos en su estrategia
de retirada y huérfanos nos deja
de empresa y mientras va vaciando el plato
cual necios la piel se nos despelleja,
que puesta la corona en testa regia
dos piernas ha el ratón y tres el gato.

lunes, febrero 15, 2010

Gongorina erótica

En el cristal de tu divina mano
un diamante ingeniosamente
corra, que necesaria es su corriente
sabiendo que halla ya paso más llano.
Oro bruñido al sol relumbra en vano
no a mi ambición contrario tan luciente
dará flores, y vos gloriosamente
de rayos negros, serafín humano,
gracias os quiero dar sin cumplimiento.
Fiebre, pues, tantas veces repetida
la beldad desta Octava Maravilla
ciñendo el tronco, honrando el instrumento,
qué prudencia del polvo prevenida
que en mi rincón me espera una morcilla.



miércoles, febrero 10, 2010

La calentura del celuloide II: Entre las piernas

Sin titubeo, el más popular de los cruces de piernas que el cine nos ha legado es el de Sharon Stone en el rol de Catherine Tramell, aquella enigmática y ambigua escritora de novelas de misterio que, a las órdenes de Paul Verhoeven en Instinto básico, hizo saltar con alevosía las alarmas anti-incendio de la comisaría en que estaba siendo interrogada, sin pestañear ni mostrar el mínimo síntoma de balbuceo, sin siquiera prevenir a los presentes por si alguno padeciese del corazón o de la bragueta, quebrando albores envuelta en un blanco virginal de combate, al deslizar suavemente hacia el suelo la pierna que monta y montar con armoniosa cadencia la que apoyaba en el suelo, exhibiendo impúdicamente durante los breves instantes de la ejecución, que se han congelado y hecho eternos en la memoria más húmeda del cine, el alambique que destila la gelatina de su deseo, mitad caja de Pandora mitad aljaba de las venenosas flechas de Cupido.


Que yo he de preferir, por la elegancia del ágil movimiento en aquel maravilloso verde tecnicolor y por las piernas ligeras e infinitas que lo hicieron posible, otro cruce que se anticipó al anterior en cuatro décadas. Se trata de uno de los múltiples momentos antológicos de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen-Gene Kelly, 1952), cuando el conocido actor de la era muda del cine Don Lockwood (Gene Kelly) narra al productor en jefe de Monumental Pictures (Millard Mitchell) su revolucionaria idea para el número moderno del talkie musical The dancing cavalier: el protagonista llega a Nueva York dispuesto a triunfar bailando, con su maleta repleta de sueños y el lema Gotta dance (uno de los espectáculos musicales mejor filmados de la historia entera del cine) grabado a fuego en el corazón. Tras varias pruebas infructuosas y demasiadas puertas cerradas ante las narices, un agente que confía en su prometedor talento lo introduce en los ambientes sórdidos de un primoroso Broadway de cartón piedra con matices expresionistas. Allí está Lockwood/Kelly haciendo de la danza poesía y virtud cuando súbitamente, como por inopinado arte de birlibirloque, el vuelo de la cámara se detiene en una pierna descubierta y sin fin que se despliega en perfecto ángulo recto con el tronco, de la que pende el sombrero del bailarín. Lentamente el plano se abre para descubrinos a la chica del gánster, ingrávida Cyd Charisse, la de las piernas perfectas y largas como un delicioso infinito de carne que sentenciase Cabrera Infante, sentada sobre una silla roja, la pierna buscando ahora el cenit de la vertical y luego el cruce vertiginoso, estilizado, a tempo, instalado a perpetuidad en la memoria cinematográfica del siglo XX. El resto es pura magia de salón al ritmo del mejor cine musical americano.


viernes, febrero 05, 2010

Más cine, por favor


Donde el cerebro al ojo revalida
en el milagro de la persistencia
y huyendo de los trucos de la ciencia
los sueños se parecen a la vida.


miércoles, febrero 03, 2010

Guárdame

Guarda para mí la geometría
que empieza donde acaba tu cintura,
el viaje al centro de tu calentura,
la noche que claudica con el día,
guárdame el enredijo que te lía
a la polaridad de mi impostura,
la llave en curso de tu celda oscura,
la carne en que habita tu poesía,
guárdame los secretos de tu alcoba,
la suerte de la palma de tu mano,
la luz de tu penúltima sonrisa,
el eco formidable de tu trova
y un billete contigo para Urano
a la vuelta del vino de esta misa.


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