domingo, octubre 03, 2010

La calentura del celuloide V: Una póliza a (casi) todo riesgo

El plan, señor Robinson, era tan brillante como la mirada a media luz de la dama que me embaucó. Créame: estaba exento del menor atisbo de fracaso. Habíamos calculado con obsesiva precisión de relojero suizo hasta el más nimio de los detalles. Empero aquí me tiene al alba maltrecho, agraviado y tembloroso grabando mi confesión para los anales policiales del FBI. Y es que sucede a menudo a los flacos de bragueta que la Perdición (Billy Wilder, 1944) nos sorprende con los anticuerpos en huelga de guardia y nos embriaga el cerebro con turbias fragancias de mujer, perfumes sulfúreos de modernas Evas que mondan y ofrecen con una sonrisa irresistible la fruta del pecado para esconder luego la mano que portó el cuchillo. El mío llevaba escrito Barbara en el marbete: Barbara Stanwyck, para más señas del fabricante. Marca degolladero. Made in hell.

Como le decía, señor Robinson, el plan no conocía fisuras (y con esto no pretendo subestimar en modo alguno sus más que probadas dotes detectivescas). Mas sucede que no hay trama infalible, usted lo sabe bien... No puede llegar a imaginarse las cumbres que un hombre estaría dispuesto a escalar por conseguir el favor sexual de una hembra como ella. Si me permite un consejo guárdese, señor Robinson, de anhelar apetitosas carnes que esconden en su interior anzuelos fatales de esos que arruinan a uno la vida al primer mordisco. Lo que quiero decirle es que, si mi olfato no vuelve a traicionarme, yo en su lugar pondría tierra de por medio con esa tal señorita Bennett antes de que sea demasiado tarde y no haya lugar al antídoto para la dosis de Perversidad inoculada.

Recuerdo sin sonrojo la primera vez que vi a la señora Stanwyck; aquella fatídica y calurosa mañana californiana de finales de mayo en que llamé a su puerta para negociar la renovación de una póliza de seguros de automóvil con su marido, quien dicho sea de paso se encontraba ausente. Ella se me ofreció a la vista desde el piso de arriba, en ese espacio dormido donde la escalera deja paso a un escaparate de ponzoñas de ocasión, interrumpiendo su baño de sol y envuelta en una toalla blanca que venía a abandonar el lienzo apenas un par de centímetros por debajo de sus rodillas. Arrebatadora en su insolente lozanía me instó a esperarla a que se vistiera. Al cabo de unos minutos escuché un redoble cadencioso de tacones golpeando la madera de los peldaños y ella, como una milagrosa aparición, emergió de la luz al cabo de una turbadora panorámica de abajo arriba con una pulsera decorando su tobillo izquierdo (¿ha visto alguna vez algo semejante?), abrochándose con demora los botones del vestido, y se pintó los labios de carmín intenso ante un tipo aún risueño que se parecía demasiado a mí; un tipo atrapado por el estupor frente al espejo en que ella plantaba cara a su peligroso reflejo. A esas alturas yo ya casi había olvidado lo que fui a hacer a aquella idílica mansión. Luego nos sentamos y ella cruzó y descruzó y volvió a cruzar sus piernas, descubiertas y extendidas, y me dijo su nombre; y yo, que ya iba a noventa por las carreteras de un estado en que la velocidad máxima permitida es cuarenta y cinco, recibí una amonestación con aroma de madreselvas que sólo me permitía pensar en mi cita con ella al día siguiente, a pesar de que a buen seguro en esta ocasión estaría presente el señor Dietrichson: su desdichado marido.

Empieza a entender ¿verdad, señor Robinson? El resto ya lo conoce: ella, que no era novata en el arte del crimen, soñaba con el asesinato de los cien mil dólares de la doble póliza de accidentes y yo solamente con la pulsera de su tobillo. ¿Sabe? En una última ocasión me confesó, reduciendo a cenizas nuestro universo privado de claroscuros, que tenía el alma podrida. Eso ya no era noticia para mí. El problema es que, para llegar a su alma y percibir el nauseabundo olor que despedía, hube de atravesar un cuerpo (delictivo) de crisálida del deseo y burlar una elocuencia aprendida en inhóspitos arrabales del infierno que pareciese inspirada por la pluma del mismísimo James Cain.

Y estaba también (¿lo he dicho ya?) esa desconcertante fragancia de madreselvas que inundaba el aire de peligro y esa pulsera en el tobillo...



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