martes, noviembre 26, 2013

La calentura del celuloide XIV: Ojos de gata

En Jacques Tourneur se adensaban maestría y magisterio cuando se trataba de planificar una historia y construir una película eficaz con un presupuesto raquítico, más aún si esto lo hacía de la mano de su productor de cabecera Val Lewton. En este sentido, el caso de La mujer pantera (Cat People, 1942) es particularmente elocuente por el espléndido resultado conseguido gestionando −a base de logradas elipsis, una reducción coherente del metraje y la ausencia de efectos visuales innecesarios− la irrisoria cifra de ciento treinta y cuatro mil  dólares.

Varios miles de dólares y rollos de película más tarde, el realizador Paul Schrader dirigió un meritorio remake de la influyente obra de Tourneur que llevó por título El beso de la pantera (1982), y entre cuyas virtudes destacó sobremanera la elección de la actriz alemana Natassia Kinski para el arriesgado rol protagonista, mitad mujer mitad pantera negra, cuya inspirada interpretación dando la réplica felina a la pionera Simone Simon y una escultural figura capaz de rendir el más sentido homenaje a la lujuria le abrieron definitivamente las puertas de Hollywood de par en par, junto al buen ojo de su descubridor Wim Wenders. Hija del también actor Klaus Kinski, Natassia se desenvuelve en el papel con un aire distraido de vestal indómita, enfundada en una piel que de tan tersa se antoja incluso escurridiza, luciendo unos frágiles rasgos faciales que compiten mano a mano con la perfección, la mirada profunda y penetrante como exige el argumento, un don artístico para despojarse de camisones y demás ataviajes con asombrosa serenidad −alterando al mismo tiempo la del espectador−, y un estudiado look a lo garçon que hacen de ella una especie de querubín desterrado al gran parque zoológico de la especie humana.




sábado, noviembre 23, 2013

Sobre La vida, la muerte y lo de en medio (Cris dixit)


Lo primero es que me ha sabido a poco, pero que no se me malinterprete, es que me he quedado con ganas de más. Pero como dijo Jack, vayamos por partes: nada menos que seis son las que dividen el libro, aunque eso sí, siempre con un personaje en común: Poli Bueno, ni falta hace decir que no fue cosa del azar el nombre. 

Pues bien, seis historias, seis casos para los que nuestro detective intentó encontrar solución, unas veces con más éxito que otras, o más bien unas veces con más empeño que otras. Aún así, todas con un resultado conforme para los clientes aunque quizás no tanto para el lector, eso sí, ningún desenlace fue decepcionante. Hablo por mí cuando digo que esperaba algo más tanto en el caso de Cocaine como de Claudia, de forma distinta. En el primero esperaba más interés, en el segundo más de la supuesta investigación.

No sé mucho de filología, pero la redacción me ha parecido impecable. Supongo que por conocer el escenario he podido imaginarme los lugares y las situaciones con todo lujo de detalles, pero no sólo la descripción física está muy bien sino la psicológica, aunque no sea directa; y eso, en ¿una novela policíaca? es importante. Permite conocer al personaje y adentrarte en la historia como si la estuvieras viviendo de verdad. La utilización de recursos comparativos y de guiños a otros personajes conocidos, me parece un acierto absoluto.

Sobran los motivos para (re)leerla.




lunes, noviembre 18, 2013

La calentura del celuloide XIII: ¡Ring! ¡Ring!


Un lipstick rueda de súbito por el piso hasta detenerse junto al asiento que ocupa Frank (John Garfield) en el comedor del restaurante de carretera donde acaba de ser empleado. Cuando el forastero alza pausadamente la mirada para dirigirla del objeto en cuestión hacia los labios de origen encuentra, por este orden y a favor de un lascivo vértigo ascendente, unos zapatos blancos de tacón semiabiertos a los que siguen unas piernas que bien parecen no tener principio (o fin) de no ser por la inoportuna visión de los shorts que rematan el vestido de una pieza, también en blanco exultante, que envuelve la presencia fatal de Cora (Lana Turner), la mujer del jefe. Nunca una presentación de la vamp en el cine negro, excluyendo la de Barbara Stanwyck en Perdición, ha estado tan cargada de fuerza erótica y simbolismo dramático como en esta adaptación de la novela El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946) de James Cain. Esa barra de labios que Frank recoge del piso y entrega, ya rendido, a Cora es la aceptación implícita y el sello oficial de un destino poco halagüeño que, cualquiera que fuese el precio a pagar, lo compromete a la satisfacción sexual de su futura compañera de viaje y todo lo que ello conllevará.

En 1981 Bob Rafelson dirigió la hasta ahora última adaptación de la novela de Cain con guion de David Mamet, quien incorporó a la historia importantes dosis de erotismo explícito y genitalidad. Los personajes de Frank y Cora fueron desarrollados brillantemente por Jack Nicholson y Jessica Lange, despojándolos de aquel tufo a glamour clásico que irradiaban sus predecesores, fundamentalmente Lana Turner en su pomposa recreación de Cora Smith, y rebozándolos en harina, vuelta y vuelta, antes de dejarlos arder en la sartén de la promiscuidad.


miércoles, noviembre 13, 2013

La calentura del celuloide XII: Sigourney Ripley


La pugna desigual y artificiosa que tradicionalmente ha enfrentado a bella contra bestia ha sido motivo de un sinfín de reflexiones con moralina ("la belleza está en el interior" y otros epitafios de similar jaez) y contribuciones estéticas de muy diversa índole en el terreno de la imaginería cinematográfica. Desde La bella y la bestia onírica y surrealista del Cocteau poeta al musical de animación homónimo de la factoría Disney, pasando por las precarias persecuciones subacuáticas de La mujer y el monstruo de Jack Arnold, el embeleso de King Kong por las rubias (Fay Wray seguida de Jessica Lange y Naomi Watts) y el fascinante duelo poético entre niña y homúnculo en El doctor Frankenstein de Whale, los planteamientos argumentales que apuntan la desprotección femenina como foco de obsesión sexual de un desaforado monstruo se han resuelto típicamente indagando en los estrechos reductos psicológicos del sentimentalismo, la ternura o la capacidad de erotización que exhibe la bestia, los cuales han dado (casi) siempre cuartel a la bella y sus secuaces para disponer un final halagüeño que no perturbara las convicciones del espectador de la época, inmerso en una sociedad gazmoña que nunca habría aceptado tipo alguno de truculencia enlatada en sus ratos de evasión.

Pero hay uno de esos metafóricos combates entre bella y bestia que añade a los tópicos del "género" un ingrediente especial. Corría el año lunar 1979 cuando se estrenó Alien, el octavo pasajero. Podría decir a renglón seguido que se trata del film que encaminó hacia la gloria los pasos de Ridley Scott, pero este más que ningún otro −solo hay que ojear los storyboards− es un film de mucha más gente, pues su asombrosa estética final le debe un potosí a artistas de la talla de Hans Rudi Giger, responsable del diseño del engendro biomecánico (inspirado en su obra Necronomicon) que se oculta en los canales de ventilación de la nave, o del ilustrador parisino Jean Giraud/Moebius, diseñador de los sofisticados trajes espaciales de los tripulantes de Nostromo. El caso es que, como si se tratara de los negritos de Agatha Christie, de los valientes de Custer en Little Big Horn, de las sufridas damas del gallo o de una brigada de lanceros en primera línea de fuego, van cayendo uno a uno de los astronautas ante la ineficacia de las estrategias que pergeñan para combatir al maligno, hasta que únicamente sobreviven un gato y la teniente Ripley, estelar Sigourney Weaver. Es este el momento en que comienza a prepararse el duelo final entre la mujer y el monstruo y nadie más que ellos dos, bella y bestia solos a la fatídica hora del high noon. Sin embargo los guionistas no lo tuvieron tan claro desde el principio, pues el personaje de Ripley estaba destinado a un papel masculino −se comentaba que sería para Paul Newman− dejando a Veronica Cartwright como única representante femenina de la tripulación, lo que descompensaba palpablemente el equilibrio entre géneros: cinco hombres, una mujer, un androide varón y el felino, por lo que finalmente los productores debieron presionar para que el teniente fuese mujer. Fue así que finalmente se le ofreció el papel a Sigourney Weaver, después de que la actriz Meryl Streep lo rechazara (afortunadamente: cuestión de gustos) en primera instancia.

Cuando la protagonista consigue escapar no sin dificultades en el módulo de rescate después de haber sacrificado Nostromo para destruir al alien y todo parece ya en calma... Ripley se dispone a hibernar durante el largo recorrido de vuelta a la Tierra, para lo que se despoja rutinariamente de su uniforme −dejándonos admirar un imponente cuerpo atlético como, dicho sea de paso, no podía ser menos tratándose de una experimentada astronauta− y ultima las tareas de la nave con solo una sucinta camiseta de tirantes que apenas esconde su ombligo y unas bragas de talle bajo, años 70, que a lo largo de varios planos −ora en posición vertical manipulando no sé qué maquinaria, ora de espaldas en ángulo agudo oprimiendo no sé qué pulsadores− nos mantiene absolutamente hipnotizados en la butaca en diletante (y a la vez agónica) espera del momento de comprobar satisfechos, como una madre con hijos en edad adolescente, que Sigourney ha regresado ya a casa y descansa ajena a los peligros que acechan en el (espacio) exterior.

Es entonces cuando advertimos que Ripley no está sola en la nave de salvamento; que, del otro lado de un viscoso rastro de babas, vigila su sombra un viejo compañero de batalla. Ripley, desvestida para la ocasión y tan desarmada como llega Johnny Guitar al café de Vienna, poco puede hacer para salvarse. Pero su cerebro reacciona ágilmente ante el miedo y consigue ocultarse sigilosamente de la desagradable presencia del mutante  −inmóvil, como una parte más del decorado del compartimento en que cuelgan los trajes espaciales−, a la vez que se va enfundando la "armadura de gala" muy lentamente, sin más ruidos que los de su convulsa respiración, incluso la escafandra, dispuesta a una lucha final −como mandan los cánones− entre la inteligente bella y la furiosa bestia. En un instante cruel pasamos de verla embutida en un improvisado pijama de dos piezas, que insinúa unas líneas que habrían desconcertado al mismísimo Boticelli, a adivinarla en el interior de un desmerecedor disfraz galáctico. Ahora solo tiene que salir a escena, atraer la atención del monstruo y, en el momento más oportuno, abrir la escotilla más oportuna para que este pase a engrosar las nóminas del polvo de estrellas... Y ella, de una maldita vez, pueda conciliar el sueño eterno de la bella durmiente hasta que otro apuesto príncipe, que a bien tendría ser James Cameron, venga a redimirla.





sábado, noviembre 09, 2013

La calentura del celuloide XI: El Niño pesca en Río revuelto


Es ardua tarea la de pretender describir al polifacético Howard Hughes. En pocas y mal pensadas palabras podría decirse que fue hombre de cine y de ciencia, ejecutivo, productor y realizador, inventor, multimillonario esquizofrénico, piloto e ingeniero aeronáutico autodidacta; y fue también quien, para conferir solemnidad a un currículum vítae envidiable, llevó a la deriva el barco de la RKO. Entre otros muchos artilugios Hughes diseñó el precursor del wonderbra, que sorprendentemente empleó para realzar las ya exuberantes mamas de Jane Russell, de quien llegó a decirse podía transportar una bandeja llena de vasos con las manos atadas a la espalda. El forajido es un filme producido y dirigido por Hughes en 1943 en el que se narran, abusando de su apuesta estética kiss-kiss-bang-bang y  de un tono ridículamente socarrón y despreocupado, las peripecias del outlaw Billy el Niño (Jack Buetel), el sheriff del condado de Lincoln: Pat Garrett (Thomas Mitchell), la vieja leyenda del Oeste Doc Holliday (Walter Huston), su hermoso caballo bayo y su no menos hermosa yegua Río (Jane Russell). Precisamente el personaje encarnado (nunca mejor dicho) por la Russell es uno de los varios ingredientes que otorgan a este filme un carácter de western genuinamente atípico. Más cercana al estereotipo de la femme fatal del incipiente cine negro que acababa de inaugurar Mary Astor con su sombrío papel en El halcón maltés, su sola presencia lasciva, erotizante y salvaje impregna cada encuadre de un insano peligro latente. De belleza turbia y arrebatadora, mirada indómita que atraviesa el aire como puñales haciendo sangre en cada molécula de gas y un desafiante busto de pechugas prietas capaces de hipnotizar al mismo Houdini, solo equiparable al desordenado apetito que luego desató la carnalidad morena y selvática de Jennifer Jones en su no menos atípico Duelo al sol con Gregory Peck, a la inaudita Río le faltó exclusivamente el cigarrillo asomando por la comisura de los labios para convertir sus escenas en clichés del más sobrecogedor noir.

El descomunal triunfo comercial del filme y el éxito fulgurante de la recién nacida revista Playboy encendieron las luces a los jerifaltes del celuloide, quienes empezaron a vislumbrar la potencia del arma que tenían entre manos para plantar cara al avance inexorable de la televisión: la explotación de la sexualidad femenina, el erotismo como señuelo, el enorme reclamo que podía suponer una enorme delantera en una enorme pantalla. Comenzaba así la fugaz época dorada de las cárnicas Russell, Mansfield y Van Doren en el cine.

La presentación del personaje de Río en la famosa secuencia del pajar, tiroteando al Niño con la intención de saldar una vieja deuda con el pasado, apunta ya el escenario dramático en que se desenvolverá el resto del filme, pues bien sabido es por todos que cualquier historia de amor que se precie ha de nacer de las brasas del desprecio. Desde ese momento Río es una caricatura de Jekyll y Hyde en su actitud para con el forajido, ora vesánica e insidiosa ora musa de la misericordia, sin llegar nunca a comprenderse bien el porqué. Acaso una atracción neutralizante estuviese surgiendo hacia él desde las simas de su corazón, acaso ella no pudiera consentir un gatillo ejecutor que no fuese el que su dedo apretara. El caso es que tras el incidente del pajar, del que el pistolero sale milagrosamente ileso, algunas secuencias más tarde resulta herido de bala en una refriega con Pat Garrett y es acogido por su amigo Doc Holliday en la cabaña en que sus huesos reposan, oh sorpresa, con Río. Doc deja a Río a cargo de las atenciones a un maltrecho, algo más muerto que vivo, Billy el Niño y marcha en busca de la cuadrilla del sheriff Garrett para disuadirlos (a tiros, cómo iba a ser si no) de la obstinada persecución que habían iniciado. Sorprendentemente los cuidados que la chica ofrece al moribundo son ejemplares, dejando tras de sí un atisbo perentorio de eso que los cardiólogos acostumbran a llamar enamoramiento cuando la patología no responde al tratamiento. La catarsis sobreviene cuando el convaleciente parece registrar temperaturas tan bajas como las que acompañan a la muerte, que ni las piedras calientes consiguen refrenar. Es entonces cuando el ciclón Russell, sin más explicaciones, sin titubeos, insobornable, sin más evangelio que su turgente silueta, insta a la tía Guadalupe a abandonar la dependencia en que vegeta el forajido mientras comienza a despojarse imperturbable de los panties y las sandalias, con una firmeza de espíritu digna de sores, ante la atónita mirada de la tía y del espectador.

     −Sal de aquí y cierra la puerta.
     −¿Por qué?
     −Sal de aquí.
     −¿Te has vuelto loca?
     −Puedes traer al cura mañana por la mañana si eso hace que te sientas mejor. ¡Vete de aquí!

Acto seguido gira su torso ubres en ristre hacia el paciente, que dicho sea de paso (y valga la paradoja) debía andar ya bastante impaciente y algo más repuesto de sus fríos corporales a tenor de lo expuesto, y con la caldera de su sexualidad a todo trapo le susurra:

     −No vas a morirte. Yo te calentaré.

Entonces se cierra la puerta. Qué no habría dado yo, ante semejante arrebato escoptofílico, por haber presenciado a la zaga de alguna miserable rendija, al más puro estilo Stewart en La ventana indiscreta, lo que allí pudo acontecer. Afortunadamente, imaginación no me falta.



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