domingo, diciembre 22, 2013

Feliz Navidad 2013

Que la estrella de Belén
os ilumine -almas puras-
noches de blanco satén
y veladas de lecturas,
hasta que en ella también
nos claven tasas y usuras
y más nos valga, maifrén,
apañárnoslas a oscuras.






viernes, diciembre 13, 2013

Madiba


Almirante de causas primordiales,
Nelson sin Lord, patriota sin bandera,
corazón atrapado en la frontera
de un vil certificado de penales.
En su tablero juegan negra y blanca
a armar de paz un mundo pervertido, 
soñó la libertad y aunó el latido
de un país entero en mesa franca.
Capitán de una voz, de un color mismo,
de una misma emoción antes furtiva,
olvidó el oprobio en el ostracismo
de su celda, rama de ébano viva,
alma invicta en las sombras del abismo,
Tata Mandela, farewell Madiba.



miércoles, diciembre 11, 2013

Algunos placeres y pesadumbres del método "cinetífico"



La lista de científicos que el cine ha dado en brindarnos es extensa: pirados, malévolos, criminales, ingenuos, desequilibrados, sabios, torpes, obsesos... Desde ratas de laboratorio que consumen sus horas entre bisturíes, pócimas o circuitos (Walter White incluido, alias Heisenberg, en ese derroche de imaginación y talento narrativo que es Breaking Bad), algunas de ellas luego reconvertidas a superhéroes, hasta asesores de estado o espías portadores de una valiosa fórmula secreta, todos caminan (salvo Strangelove) con el peso a cuestas de sus excentricidades. Lo admitió −y lo edulcoró después con un latinajo de color optimista− el actor Rip Torn en el filme de Nicolas Roeg El hombre que cayó a la Tierra: 

Soy el típico cliché: un científico desilusionado. Como el escritor cínico, el actor alcohólico y el astronauta ido. Un hombre como usted no comprendería a un tipo como yo [...] De todas formas, per ardua ad astra [...] Es latín [...] A pesar de las dificultades, hasta las estrellas.

No miente (más bien diría entibia la realidad) el ingeniero. Y, salvo honrosas (y escasas) excepciones, esta es la visión que el cine comercial acostumbra ofrecer de la personalidad, la actitud, la ética y la estética del científico. En estas líneas me ocuparé de traer a la luz algunas referencias cinetíficas en un contexto meramente tangencial o testimonial, ajeno en principio a cualquier trama o argumento que pudiera guardar alguna relación directa con la actividad científica, cuando es únicamente el chascarrillo, el sarcasmo, la barbarie o la metáfora lo que impera (mucha más información a este respecto puede encontrarse en La cuadratura del celuloide). Una buena prueba de ello la encontramos, por ejemplo, en el siguiente fragmento de uno de los desopilantes diálogos que pueblan el “tragicómico” (en el sentido más griego del término) recorrido de la Poderosa Afrodita de Woody Allen (1995) por las calles de Nueva York:

−El hermano de mi padre dicen que era un genio. Yo no lo conocí, pero decían que era listísimo.
−¿En serio? ¿A qué se dedicaba?
−Era un psicópata violador. Se pasó la vida en la cárcel, pero si hubiera estado cuerdo habría sido muy bueno en matemáticas. 

Lástima, porque "uncle Rapist" apuntaba maneras. Ciertamente. Pocas veces la ciencia, exacta o no, ha tenido que enfrentarse en la pantalla con una pregunta tan directa y una contestación tan impostada como en el caso de Asesinato en la terraza (Penthouse, W. S. Van Dyke, 1933); más concretamente cuando, apenas comenzado el filme, el gánster Toni Gazotti (Nat Pendleton) interroga de esta guisa al abogado Jack Durant (Warner Baxter), que recién acaba de redimirlo de las acechantes sombras del presidio: Mis chicos han pasado su vida por una criba. Sé qué nota obtuvo en álgebra en Saint John. Dígame... ¿qué es el álgebra? Así de expeditivo el maleante. Sin previo aviso, ni más preámbulos, ni motivos, ni anestesia. Como un balazo a bocajarro del calibre 44. Todo para acabar recibiendo por única respuesta −lejos del sonrisueño see you later, Tony que zanja la cuestión en la versión original, haciendo caso omiso de los requerimientos de su interlocutor al escamotear hábilmente la cuestión−, la siguiente moraleja: Una tontería, Tony. La sublevación consciente de la traducción, los desmanes del doblaje. ¿Qué si no? Incluso los tortuosos senderos de la dipsomanía han venido a dar, de entre todos los delirios posibles, con aquellos que convierten la matemática en poesía (y viceversa), tal era el universo del polifacético matemático (y también poeta) del Mundo Antiguo Omar Khayyam. La protagonista es ahora Shirley MacLaine, esplendorosa en su prístina embriaguez, a un tris de sucumbir −como tantas mujeres antes y tantas después de ella− a los encantos varoniles de Dean Martin, al hilo esta vez de un sugerente baile doméstico regado con abundante champán. La prueba de lo que digo puede encontrarse en la desenfadada comedia Todo en una noche (Joseph Anthony, 1961):

"Un trozo de pan, un jarro de vino, y tú y yo juntos sonriendo al destino". ¿A que no sabe que es uno de los poemas más bellos que escribió su tío? ¿O no fue su tío? No, fue Khayyam. Omar Khayyam. Nacido en el 57 y muerto en 1906... No, me parece que eso fue el incendio de Chicago... No lo sé. Como no estoy de servicio...

Relacionado asimismo con los excesos en la bebida transita, bien que en este caso desde una perspectiva bastante más dramática, Freddie Quell, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix en The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial devastado por las secuelas irreversibles de la contienda, por sus dificultades para reingresar exitosamente en la sociedad civil, por sus deficiencias de comunicación y por el exceso en la ingesta de alcohol; un veterano de la marina inadaptado y obsesionado con el sexo que no duda en afirmar, frente al todopoderoso Lancaster Dodd, el Gran Maestro de la Causa (soberbio Philip Seymour Hoffman en el rol del carismático líder), tener mentalidad científica. Dodd −escritor, filósofo, médico y físico nuclear de entre las ocupaciones que él mismo se atribuye− se engalla de fundamentar los postulados de su doctrina en discutibles argumentos científicos, como el malparado John More (Christopher Evan Welch) se empeña en evidenciar públicamente durante el transcurso de una fiesta de la alta sociedad: ciencia vacua, psicologismo de bolsillo, conocimiento desprovisto de pedigrí; ramalazos de pseudociencia que, desde la premisa de que múltiples vidas nos aguardan después de las ya vividas, apuntan a hacer desvanecer los traumas del pasado de sus prosélitos mediante la invocación de dudosas técnicas relacionadas con la sugestión y el hipnotismo. Sin embargo, la cosa no acabó de marchar bien con Freddie... Como resumen, una frase extraída de los propios diálogos del filme: Por definición, la propia ciencia admite las diferencias de opinión: si no, estarás abocado a la voluntad de un solo hombre, es decir, a la base del culto. Apenas tres años antes ya habíamos aprendido de Willem Dafoe, el terapeuta de Anticristo (Lars von Trier, 2009) −¿o era propiamente von Trier el terapeuta?− que las obsesiones nunca se materializan: es un hecho científico [...] Es como la hipnosis: no pueden hipnotizarte si para hacer cosas que normalmente no harías, cosas que van contra tu naturaleza. ¿Me comprendes? Pues la verdad es que no del todo, estimado doctor Dafoe. ¿O acaso hay quien pueda presumir de comprender, siquiera mínimamente, el intrincado enredijo de conexiones que soporta la mente humana? No es muy ajena esta idea, en el fondo, al origen de las vicisitudes espaciotemporales experimentadas por Jennie (William Dieterle, 1948) −radiante Jennifer Jones, fantasmática y tangible a un tiempo, tan cercana como inabarcable, niña y mujer a caballo entre dos mundos, de carne y hueso o alma de lienzo, en color y en blanco y negro, musa espiritual de la persona e inspiradora del artista: Joseph Cotten−. El filme arranca desde las alturas, registrando un cielo convulso y una afianzada voz en off que cita a Eurípides y a John Keats, alertándonos de que pudiésemos estar confundiendo vida y muerte, pasado y futuro, equivocando la inexorable ruta del tiempo. Luego de ello, prolongando la obertura celestial hasta conectar el discurso metafísico-romántico-poético-trascendental con el ramal de la ciencia, continúa pontificando así la voz, desde algún punto interior al polígono delimitado por Borges, el mito nietzscheano del eterno retorno, Einstein y el eternalismo:

[...] los científicos afirman que nada muere, sino solo cambia; que el mismo tiempo no pasa, sino gira a nuestro alrededor; que el pasado y el futuro están juntos, a nuestro lado, por siempre.


Esta entrada participa en la VIII Edición del Carnaval de Humanidades, cuyo blog anfitrión es ::ZTFNews

  



martes, diciembre 10, 2013

Lo que la verdad esconde



Los caminos de la verdad son inescrutables. Al menos, si no, es ese el principio que a media travesía entre la prosa evangélica y la doctrina filosófica− deja entre ver el discurso narrativo de La noche del demonio (Curse of the demon, Jacques Tourneur, 1957), al enfrentar la obstinación científica del doctor John Holden, interpretado por un austero Dana Andrews −quien, para romper el maleficio que tradicionalmente ha pesado como una lápida sobre la consideración estética del estereotipo, se aviene a prestar su distinguida apariencia al oficio; y es que no todos los científicos llevan gafas, como él mismo apunta con socarronería en un momento de la cinta−, con las controvertidas dotes paranormales del doctor Julian Karswell (Niall MacGinnis); al oponer el rigor (casi mortis) de los unos frente a la enraizada superstición de los otros, la inteligibilidad del razonamiento científico frente a la impenetrabilidad de los cultos satánicos y la objetividad frente a la superchería, en su denodado empeño por descubrir (a tiempo) todo lo que la esquiva verdad esconde. El primer posicionamiento «heterodoxo» al hilo de los acontecimientos (respecto de la rectitud que se presupone al camino trazado por los procedimientos de la ciencia) cobra vida entre los labios del profesor Mark O'Brien (Liam Redmond),1 uno de los colegas de Helen en Londres, quien, como aguerrido profeta en su tierra en vísperas del juicio final, adopta el siguiente enfoque epistemológico −una suerte de planteamiento «transcientífico» que oscila entre lo premonitorio y lo agorero− al cabo de un interesante debate en el que se enfrasca con Holden en defensa del factor parapsicológico:

Yo también soy científico, doctor Holden. Conozco el valor de La Luz fría de la razón, pero también conozco las sombras profundas que produce la luz, las sombras que ciegan a hombre frente a la verdad.

O'Brien, temeroso del emergente poder invisible de las fuerzas ocultas e inopinado defensor de las cada vez más terribles argumentaciones que, desde las tinieblas de la duda, conducen a querer desentrañar todo aquello que resulta inexplicable desde cualquier perspectiva racionalista, continúa cuestionando con tenacidad los métodos tradicionales de la ciencia frente al hermetismo dogmático que exhibe Holden:

−O'Brien, ¿no piensa que el escepticismo es la actitud científica?
−A veces.
−Todos los buenos científicos son prácticos. En otras palabras: siempre se debería decir «demuéstralo».
 −¿Y cuando se lo demuestran?
−Entonces lo compruebo.

Es este el modo en que la evidencia científica comienza a rivalizar en el cerebro de O'Brien con la posibilidad cada vez más tangible del triunfo de lo paranormal o lo sobrenatural; al mismo tiempo el doctor Karswell, carismático líder de una enigmática secta de adoradores del diablo, mitad mago circense mitad sacerdote del maligno, ironiza con Holden al respecto de la actitud en extremo ventajista que, a su entender, el científico acostumbra adoptar frente al universo de lo desconocido o de lo inexplicable, en contraposición con la que cabría esperar fuese la principal de sus herramientas de trabajo: el ejercicio investigador, auténtico motor del conocimiento y del avance científicos, ergo de modernización y progreso de la sociedad (a pesar de que, de un tiempo a esta parte, desde los abstrusos laberintos de la política la opinión oficial no parezca ser la misma):

−¿Cómo sabía que estaba aquí?
−¡Oh! Los científicos, cuando no saben explicar alguna cosa de otra manera, lo llaman pura coincidencia. Digamos que es una coincidencia.
−Pero los científicos deben de tener una mente abierta.
−Y para eso está la investigación.

El insistente regusto que, en el ámbito del filme, perdura tras esta intensa pugna por el esclarecimiento de la más oportuna de las vías (ya sea científica o extracientífica) para desenmascarar lo que de cierto hay al cabo de los hechos, entronca vívida y sutilmente con el ambiguo parecer que se oculta detrás del mensaje «todo es posible» que, como David Torres pusiera en boca del personaje protagonista de su novela El gran silencio, se postula como uno de los principios de la ciencia moderna. Otras películas de la época dorada del cine, algunas incluso bien anteriores a la de Tourneur, han construido su trama sobre esta rivalidad atávica, tan antigua como la humanidad, que enfrenta a la ciencia contra la fe, las creencias tribales o la superstición, si bien en ninguna de ellas encuentro, en este aspecto, la explicated y la hondura psicológica y profesional de la que nos trae en estas líneas. Un buen ejemplo lo constituye La isla de la muerte (The isle of the dead, Mark Robson, 1945), filme en el que la «debilidad» que exhibe el doctor Drossos (Ernst Deutsch) al elevar a los dioses −que son más poderosos que mi ciencia, dice− su plegaria ante el poder devastador de la epidemia que se cierne sobre la isla, se opone al firme escepticismo que esgrime el general Pherides (Boris Karloff): solo deposito fe en lo que puedo sentir, ver, y en las cosas que conozco. El propio Tourneur ya había ensayado previamente con la dicotomía científico-teológica en Estrellas en mi corona (Stars in my crown, 1950), un western nada convencional que enfrenta los posicionamientos del predicador Joshua Grey (Joel McCrea) y del joven doctor Harris (James Mitchell) ante la proliferación de una mortífera epidemia de fiebres tifoideas. Dicho sea de paso, existe un filme mucho más reciente en el que un periodista free lance norteamericano, interpretado por Jude Law, insinúa ante las cámaras la ley matemática que rige la propagación de un virus letal por todo el mundo. La película dio en titularse Contagio (Contagion, Steven Soderbergh, 2011), y la cita a la que me refiero es la siguiente:    

Dígales lo que significa realmente una RO-D2, doctor Cheever. Enséñeles matemáticas [...] El día uno lo tenían dos personas, y luego cuatro, y luego dieciséis... Y cree que lo tiene controlado, pero luego doscientas cincuenta y seis, y luego sesenta y cinco mil, y se ve completamente desbordado... En treinta pasos hay mil millones de enfermos... Tres meses... Es un cálculo que se puede hacer en una servilleta.

En efecto: un pliegue de cualquier servilleta habría bastado para contener la fórmula que oculta el discurso, pues lo que el periodista está describiendo dramáticamente son los primeros términos de la secuencia 2^(2^(n-1))donde n indica el día en que se está llevando a cabo el recuento de infectados.2 El apego de Jacques Tourneur por la ciencia, tal como pareciera desprenderse de algunos de los apuntes anteriores, rebasa ciertamente el terreno de la presunción y se convierte en hecho constatable si uno atiende a lo que él mismo señala, especialmente cuando se refiere a su padre Maurice en los siguientes términos:

Él era un apasionado de la investigación científica, médica y filosófica. Tenía una biblioteca increíble y seguía muy de cerca todos los descubrimientos relacionados con el psicoanálisis. A través de él descubrí a Freud, Jung, Adler y Havelock Ellis. Nunca leí novelas; solamente ensayos, textos científicos. Son mucho más interesantes. Ya andaba yo fascinado por el cine en la época en que mi padre me compraba mis historias a diez dólares cada una. En aquel momento él era un realizador muy importante en América.

No difieren mucho, según lo expuesto, los procedimientos propios de la ciencia de los desarrollados por los mecanismos y agentes valedores de la justicia: en definitiva se trata, en ambos casos, de elaborar un compendio suficiente de argumentos, razonamientos y justificaciones de la más diversa índole, que aglutina un amplio espectro en el que conviven desde las pruebas teóricas (que son las propias de los teoremas que articulan las ciencias exactas); las clínicas (en favor de los diagnósticos de la medicina, a pesar de que todo el mundo sabe que de la ciencia médica hay que fiarse poco más o menos lo mismo que de las estadísticas, según puede leerse en El asesino hipocondríaco de Juan Jacinto Muñoz Rengel); o las empíricas (para cumplir con las ciencias experimentales), hasta las pruebas documentales (en el marco del derecho); las policiales (tal es el caso, por ejemplo, de las pruebas balísticas, como tantas y tantas películas han venido a reflejar: No fallan las matemáticas. Por lo que concierne a la Policía este caso está cerrado3); o las testimoniales (en el ámbito de la judicatura: y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, que se dice muy al caso en Y punto., la primera novela de Mercedes Castro); pruebas, en todo caso, concebidas todas ellas para forjar inequívocamente el baluarte definitivo que ha de proteger y dar crédito a la realidad que subyace a los acontecimientos y desvelar aquello que la verdad esconde. 


1Curiosamente Redmond, al igual que MacGinnis, era irlandés; nacidos ambos el mismo año y estudiantes los dos de medicina antes que actores. El segundo, sin ir más lejos, llegó a ejercer como cirujano de la Armada Real británica durante la Segunda Guerra Mundial

2En efecto: la secuencia parte de dos infectados el día que comienza el recuento (n=1), predice que habrá 4 el día siguiente (n=2), 16 el tercer día (n=3), y así sucesivamente. Al cabo de cuatro días (n=4) se prevén 2^8=256 infectados, mientras que después de cinco días (n=5) el número de contagios habrá ascendido hasta los 2^16=65536. Antes incluso de haber alcanzado el sexto día (es decir, n=6, luego 2^32 contagios) se llegará a 2^30= 1073741824 enfermos (un número de enfermos superior a los mil millones, que es la cantidad aproximada a la que se refiere el periodista cuando habla de 30 pasos)

3De este modo relaciona el detective Clark (Richard Donovan) la evidencia arrojada por el examen balístico con el autor indubitable de los asesinatos que acaecen en Sin sombras de sospecha (The unsuspected, Michael Curtiz, 1947)  






lunes, diciembre 02, 2013

La calentura del celuloide XV: Mulholland Lynch


Mulholland drive (David Lynch, 2001) es −en lo tocante a la figuración lynchiana de dos universos que, a distancia conveniente de la realidad, progresan paralelos a la fantasía y el deseo, respectivamente− el conjunto complementario de Carretera perdida. Con estructura e incluso caracteres análogos, lo que en esta última estaba nítidamente diseñado con trazos caligráficos de subjetividad masculina abre paso en Mulholland drive a una cinta de Möbius más compleja y retorcida, si cabe, donde la perspectiva dominante se torna netamente femenina. El filme gira en torno a dos compartimentos mentales bien diferenciados, a cuya distinción contribuye no solamente la mutación de los roles y los nombres de los protagonistas, a pesar de que los actores sean los mismos, sino también de modo muy significativo los aspectos técnicos que conciernen a la orquestación, la puesta en escena, la iluminación y el montaje. Al primero de los compartimentos (que se corresponde con la primera mitad del filme) se accede al abrirse la escotilla de la recreación ilusoria promovida por la fantasía de Diane (Naomi Watts) quien, atrapada en una vorágine autodestructiva que viene desencadenada por el deseo amatorio insatisfecho de que se ocupa la segunda mitad de la narración, reescribe con la pluma de su estima maltrecha una historia obsesiva en la que ella ha de salir vencedora y los que se interpusieron en su camino castigados: un idílico paisaje freudiano en el que ella ha de encontrar el hueco oportuno para cenar con su ego y hacer triunfar así la pasión que la envenena y la arrastra hacia la dominante y déspota personalidad de Camila (Laura Harring). De este modo Diane consigue resarcirse del cortocircuito anacrónico que gobierna su espíritu en la segunda parte del filme y alcanzar esa flor del deseo que allí le es negada. Es así que inventa un accidente de tráfico que, paradójicamente, salva la vida a Camila aunque le provoca una fuerte amnesia temporal. Deambula, sin poder recordar quién es, de dónde viene y aún menos lo que ha sucedido, hasta llegar a un complejo residencial en que es amablemente alojada. A la mañana siguiente aterriza en Los Ángeles Betty (que es también Naomi Watts, imagen ilusoria de la propia Diane), la sobrina de la propietaria del inmueble, que cuando se dispone a instalarse se encuentra con Rita (nombre que la accidentada decide adoptar tras descubrir en una pared un cartel publicitario de Gilda). Pronto se hacen buenas amigas y Betty/Diane decide asistir a Rita/Camila en su perseverante lucha por desentrañar el misterio en que deviene cualquier pasado olvidado y cualquier futuro incierto. Este objetivo común desarrolla vínculos afectivos cada vez más acentuados entre ellas, tal como Diane habría deseado que hubiese sucedido, llegando incluso a adentrarlas subrepticiamente por un estrecho resquicio de realidad, al modo de un espejo inverso de Alicia, que las guía a contemplar la muerte de esta, si bien el colapso que el choque entre fantasía y realidad genera hace imposible la identificación del cadáver. Los sentimientos que afloran y crecen entre ambas van llevando la película en volandas hacia su clímax, hacia ese momento que la fantasía reparadora de Diane ha cocinado meticulosamente, hacia el triunfo providencial del deseo.

Y entonces se obra el milagro, porque Lynch apuntala el soberbio dueto de féminas que recorre el metraje entero del filme −una morena y una rubia, como las de don Hilarión, hijas de algún pueblo próximo a la perdición− con un paseo por Lesbos de difícil parangón en el cine comercial moderno. En cada uno de los universos representados, fantasía o deseo, los cuerpos de Laura Harring y Naomi Watts −dominante y poderoso el primero del otro lado de una toalla granate, volátil y estilizado el segundo entre las sábanas, voluptuosos ambos en un registro carnal que invita al 7 de Richter− se funden en un duelo pirotécnico de gemidos y placeres; en un abstruso laberinto de jadeos y pasiones arracimadas que se desgajan en una sucesión creciente de respingos, de besos probatorios (have you done this before?) y de súbitos escalofríos que, cual si traspasaran el plano, dialogan con caricias pausadas, con ese palparse suave y delicadamente la piel de norte a sur con parada obligada en la cima del pecho, haciendo que el apetito sexual recorra como un rayo el espinazo; de danzas rituales a horcajadas, lúbricas, arrítmicas que devienen desesperadas (stop, Diane! stop it!) y abandonan el sofá a la temperatura a la que arde la piel.

Después todo es silencio.
No hay banda.
No hay orquesta.
Silencio.








redes