lunes, diciembre 02, 2013

La calentura del celuloide XV: Mulholland Lynch


Mulholland drive (David Lynch, 2001) es −en lo tocante a la figuración lynchiana de dos universos que, a distancia conveniente de la realidad, progresan paralelos a la fantasía y el deseo, respectivamente− el conjunto complementario de Carretera perdida. Con estructura e incluso caracteres análogos, lo que en esta última estaba nítidamente diseñado con trazos caligráficos de subjetividad masculina abre paso en Mulholland drive a una cinta de Möbius más compleja y retorcida, si cabe, donde la perspectiva dominante se torna netamente femenina. El filme gira en torno a dos compartimentos mentales bien diferenciados, a cuya distinción contribuye no solamente la mutación de los roles y los nombres de los protagonistas, a pesar de que los actores sean los mismos, sino también de modo muy significativo los aspectos técnicos que conciernen a la orquestación, la puesta en escena, la iluminación y el montaje. Al primero de los compartimentos (que se corresponde con la primera mitad del filme) se accede al abrirse la escotilla de la recreación ilusoria promovida por la fantasía de Diane (Naomi Watts) quien, atrapada en una vorágine autodestructiva que viene desencadenada por el deseo amatorio insatisfecho de que se ocupa la segunda mitad de la narración, reescribe con la pluma de su estima maltrecha una historia obsesiva en la que ella ha de salir vencedora y los que se interpusieron en su camino castigados: un idílico paisaje freudiano en el que ella ha de encontrar el hueco oportuno para cenar con su ego y hacer triunfar así la pasión que la envenena y la arrastra hacia la dominante y déspota personalidad de Camila (Laura Harring). De este modo Diane consigue resarcirse del cortocircuito anacrónico que gobierna su espíritu en la segunda parte del filme y alcanzar esa flor del deseo que allí le es negada. Es así que inventa un accidente de tráfico que, paradójicamente, salva la vida a Camila aunque le provoca una fuerte amnesia temporal. Deambula, sin poder recordar quién es, de dónde viene y aún menos lo que ha sucedido, hasta llegar a un complejo residencial en que es amablemente alojada. A la mañana siguiente aterriza en Los Ángeles Betty (que es también Naomi Watts, imagen ilusoria de la propia Diane), la sobrina de la propietaria del inmueble, que cuando se dispone a instalarse se encuentra con Rita (nombre que la accidentada decide adoptar tras descubrir en una pared un cartel publicitario de Gilda). Pronto se hacen buenas amigas y Betty/Diane decide asistir a Rita/Camila en su perseverante lucha por desentrañar el misterio en que deviene cualquier pasado olvidado y cualquier futuro incierto. Este objetivo común desarrolla vínculos afectivos cada vez más acentuados entre ellas, tal como Diane habría deseado que hubiese sucedido, llegando incluso a adentrarlas subrepticiamente por un estrecho resquicio de realidad, al modo de un espejo inverso de Alicia, que las guía a contemplar la muerte de esta, si bien el colapso que el choque entre fantasía y realidad genera hace imposible la identificación del cadáver. Los sentimientos que afloran y crecen entre ambas van llevando la película en volandas hacia su clímax, hacia ese momento que la fantasía reparadora de Diane ha cocinado meticulosamente, hacia el triunfo providencial del deseo.

Y entonces se obra el milagro, porque Lynch apuntala el soberbio dueto de féminas que recorre el metraje entero del filme −una morena y una rubia, como las de don Hilarión, hijas de algún pueblo próximo a la perdición− con un paseo por Lesbos de difícil parangón en el cine comercial moderno. En cada uno de los universos representados, fantasía o deseo, los cuerpos de Laura Harring y Naomi Watts −dominante y poderoso el primero del otro lado de una toalla granate, volátil y estilizado el segundo entre las sábanas, voluptuosos ambos en un registro carnal que invita al 7 de Richter− se funden en un duelo pirotécnico de gemidos y placeres; en un abstruso laberinto de jadeos y pasiones arracimadas que se desgajan en una sucesión creciente de respingos, de besos probatorios (have you done this before?) y de súbitos escalofríos que, cual si traspasaran el plano, dialogan con caricias pausadas, con ese palparse suave y delicadamente la piel de norte a sur con parada obligada en la cima del pecho, haciendo que el apetito sexual recorra como un rayo el espinazo; de danzas rituales a horcajadas, lúbricas, arrítmicas que devienen desesperadas (stop, Diane! stop it!) y abandonan el sofá a la temperatura a la que arde la piel.

Después todo es silencio.
No hay banda.
No hay orquesta.
Silencio.








No hay comentarios:

redes