martes, diciembre 10, 2013

Lo que la verdad esconde



Los caminos de la verdad son inescrutables. Al menos, si no, es ese el principio que a media travesía entre la prosa evangélica y la doctrina filosófica− deja entre ver el discurso narrativo de La noche del demonio (Curse of the demon, Jacques Tourneur, 1957), al enfrentar la obstinación científica del doctor John Holden, interpretado por un austero Dana Andrews −quien, para romper el maleficio que tradicionalmente ha pesado como una lápida sobre la consideración estética del estereotipo, se aviene a prestar su distinguida apariencia al oficio; y es que no todos los científicos llevan gafas, como él mismo apunta con socarronería en un momento de la cinta−, con las controvertidas dotes paranormales del doctor Julian Karswell (Niall MacGinnis); al oponer el rigor (casi mortis) de los unos frente a la enraizada superstición de los otros, la inteligibilidad del razonamiento científico frente a la impenetrabilidad de los cultos satánicos y la objetividad frente a la superchería, en su denodado empeño por descubrir (a tiempo) todo lo que la esquiva verdad esconde. El primer posicionamiento «heterodoxo» al hilo de los acontecimientos (respecto de la rectitud que se presupone al camino trazado por los procedimientos de la ciencia) cobra vida entre los labios del profesor Mark O'Brien (Liam Redmond),1 uno de los colegas de Helen en Londres, quien, como aguerrido profeta en su tierra en vísperas del juicio final, adopta el siguiente enfoque epistemológico −una suerte de planteamiento «transcientífico» que oscila entre lo premonitorio y lo agorero− al cabo de un interesante debate en el que se enfrasca con Holden en defensa del factor parapsicológico:

Yo también soy científico, doctor Holden. Conozco el valor de La Luz fría de la razón, pero también conozco las sombras profundas que produce la luz, las sombras que ciegan a hombre frente a la verdad.

O'Brien, temeroso del emergente poder invisible de las fuerzas ocultas e inopinado defensor de las cada vez más terribles argumentaciones que, desde las tinieblas de la duda, conducen a querer desentrañar todo aquello que resulta inexplicable desde cualquier perspectiva racionalista, continúa cuestionando con tenacidad los métodos tradicionales de la ciencia frente al hermetismo dogmático que exhibe Holden:

−O'Brien, ¿no piensa que el escepticismo es la actitud científica?
−A veces.
−Todos los buenos científicos son prácticos. En otras palabras: siempre se debería decir «demuéstralo».
 −¿Y cuando se lo demuestran?
−Entonces lo compruebo.

Es este el modo en que la evidencia científica comienza a rivalizar en el cerebro de O'Brien con la posibilidad cada vez más tangible del triunfo de lo paranormal o lo sobrenatural; al mismo tiempo el doctor Karswell, carismático líder de una enigmática secta de adoradores del diablo, mitad mago circense mitad sacerdote del maligno, ironiza con Holden al respecto de la actitud en extremo ventajista que, a su entender, el científico acostumbra adoptar frente al universo de lo desconocido o de lo inexplicable, en contraposición con la que cabría esperar fuese la principal de sus herramientas de trabajo: el ejercicio investigador, auténtico motor del conocimiento y del avance científicos, ergo de modernización y progreso de la sociedad (a pesar de que, de un tiempo a esta parte, desde los abstrusos laberintos de la política la opinión oficial no parezca ser la misma):

−¿Cómo sabía que estaba aquí?
−¡Oh! Los científicos, cuando no saben explicar alguna cosa de otra manera, lo llaman pura coincidencia. Digamos que es una coincidencia.
−Pero los científicos deben de tener una mente abierta.
−Y para eso está la investigación.

El insistente regusto que, en el ámbito del filme, perdura tras esta intensa pugna por el esclarecimiento de la más oportuna de las vías (ya sea científica o extracientífica) para desenmascarar lo que de cierto hay al cabo de los hechos, entronca vívida y sutilmente con el ambiguo parecer que se oculta detrás del mensaje «todo es posible» que, como David Torres pusiera en boca del personaje protagonista de su novela El gran silencio, se postula como uno de los principios de la ciencia moderna. Otras películas de la época dorada del cine, algunas incluso bien anteriores a la de Tourneur, han construido su trama sobre esta rivalidad atávica, tan antigua como la humanidad, que enfrenta a la ciencia contra la fe, las creencias tribales o la superstición, si bien en ninguna de ellas encuentro, en este aspecto, la explicated y la hondura psicológica y profesional de la que nos trae en estas líneas. Un buen ejemplo lo constituye La isla de la muerte (The isle of the dead, Mark Robson, 1945), filme en el que la «debilidad» que exhibe el doctor Drossos (Ernst Deutsch) al elevar a los dioses −que son más poderosos que mi ciencia, dice− su plegaria ante el poder devastador de la epidemia que se cierne sobre la isla, se opone al firme escepticismo que esgrime el general Pherides (Boris Karloff): solo deposito fe en lo que puedo sentir, ver, y en las cosas que conozco. El propio Tourneur ya había ensayado previamente con la dicotomía científico-teológica en Estrellas en mi corona (Stars in my crown, 1950), un western nada convencional que enfrenta los posicionamientos del predicador Joshua Grey (Joel McCrea) y del joven doctor Harris (James Mitchell) ante la proliferación de una mortífera epidemia de fiebres tifoideas. Dicho sea de paso, existe un filme mucho más reciente en el que un periodista free lance norteamericano, interpretado por Jude Law, insinúa ante las cámaras la ley matemática que rige la propagación de un virus letal por todo el mundo. La película dio en titularse Contagio (Contagion, Steven Soderbergh, 2011), y la cita a la que me refiero es la siguiente:    

Dígales lo que significa realmente una RO-D2, doctor Cheever. Enséñeles matemáticas [...] El día uno lo tenían dos personas, y luego cuatro, y luego dieciséis... Y cree que lo tiene controlado, pero luego doscientas cincuenta y seis, y luego sesenta y cinco mil, y se ve completamente desbordado... En treinta pasos hay mil millones de enfermos... Tres meses... Es un cálculo que se puede hacer en una servilleta.

En efecto: un pliegue de cualquier servilleta habría bastado para contener la fórmula que oculta el discurso, pues lo que el periodista está describiendo dramáticamente son los primeros términos de la secuencia 2^(2^(n-1))donde n indica el día en que se está llevando a cabo el recuento de infectados.2 El apego de Jacques Tourneur por la ciencia, tal como pareciera desprenderse de algunos de los apuntes anteriores, rebasa ciertamente el terreno de la presunción y se convierte en hecho constatable si uno atiende a lo que él mismo señala, especialmente cuando se refiere a su padre Maurice en los siguientes términos:

Él era un apasionado de la investigación científica, médica y filosófica. Tenía una biblioteca increíble y seguía muy de cerca todos los descubrimientos relacionados con el psicoanálisis. A través de él descubrí a Freud, Jung, Adler y Havelock Ellis. Nunca leí novelas; solamente ensayos, textos científicos. Son mucho más interesantes. Ya andaba yo fascinado por el cine en la época en que mi padre me compraba mis historias a diez dólares cada una. En aquel momento él era un realizador muy importante en América.

No difieren mucho, según lo expuesto, los procedimientos propios de la ciencia de los desarrollados por los mecanismos y agentes valedores de la justicia: en definitiva se trata, en ambos casos, de elaborar un compendio suficiente de argumentos, razonamientos y justificaciones de la más diversa índole, que aglutina un amplio espectro en el que conviven desde las pruebas teóricas (que son las propias de los teoremas que articulan las ciencias exactas); las clínicas (en favor de los diagnósticos de la medicina, a pesar de que todo el mundo sabe que de la ciencia médica hay que fiarse poco más o menos lo mismo que de las estadísticas, según puede leerse en El asesino hipocondríaco de Juan Jacinto Muñoz Rengel); o las empíricas (para cumplir con las ciencias experimentales), hasta las pruebas documentales (en el marco del derecho); las policiales (tal es el caso, por ejemplo, de las pruebas balísticas, como tantas y tantas películas han venido a reflejar: No fallan las matemáticas. Por lo que concierne a la Policía este caso está cerrado3); o las testimoniales (en el ámbito de la judicatura: y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, que se dice muy al caso en Y punto., la primera novela de Mercedes Castro); pruebas, en todo caso, concebidas todas ellas para forjar inequívocamente el baluarte definitivo que ha de proteger y dar crédito a la realidad que subyace a los acontecimientos y desvelar aquello que la verdad esconde. 


1Curiosamente Redmond, al igual que MacGinnis, era irlandés; nacidos ambos el mismo año y estudiantes los dos de medicina antes que actores. El segundo, sin ir más lejos, llegó a ejercer como cirujano de la Armada Real británica durante la Segunda Guerra Mundial

2En efecto: la secuencia parte de dos infectados el día que comienza el recuento (n=1), predice que habrá 4 el día siguiente (n=2), 16 el tercer día (n=3), y así sucesivamente. Al cabo de cuatro días (n=4) se prevén 2^8=256 infectados, mientras que después de cinco días (n=5) el número de contagios habrá ascendido hasta los 2^16=65536. Antes incluso de haber alcanzado el sexto día (es decir, n=6, luego 2^32 contagios) se llegará a 2^30= 1073741824 enfermos (un número de enfermos superior a los mil millones, que es la cantidad aproximada a la que se refiere el periodista cuando habla de 30 pasos)

3De este modo relaciona el detective Clark (Richard Donovan) la evidencia arrojada por el examen balístico con el autor indubitable de los asesinatos que acaecen en Sin sombras de sospecha (The unsuspected, Michael Curtiz, 1947)  






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