sábado, septiembre 27, 2014

En el gueto


Mientras cae la nieve
en Chicago, en una mañana gris y fría 
nace un niño pobre
en el gueto.

Y su mamá llora
porque si hay algo que no necesita
es otra boca hambrienta que alimentar
en el gueto.

¿Acaso no entendéis
que el niño necesita ahora una mano amiga
o se convertirá en un camorrista?  
Miraos a vosotros y miradme a mí,
todos demasiado ciegos para ver.
¿Es que giraremos la cabeza sin más
para mirar hacia otro lado?

El mundo gira
y un niño hambriento y mocoso
juega en la calle mientras sopla el viento frío
en el gueto.

Y el hambre lo consume,
así que empieza a deambular por las calles de noche
y aprende a robar,
y aprende a pelear
en el gueto.

Tenía que llegar una noche en la que, desesperado,
un muchacho rompiese con todo 
y comprase un arma, robase un coche,
se aventurase a correr pero no llegase lejos.
Y su mamá llora
cuando una multitud se agrupa en torno a un camorrista,
la cara contra el asfalto y un arma en su mano
en el gueto.

Mientras el muchacho muere
en Chicago, en una mañana gris y fría,
otro niño está naciendo
en el gueto.

Y su mamá llora... 




lunes, septiembre 15, 2014

Así es

Lo más importante (y sin embargo insuficiente) para disfrutar de una vida sana y provechosa es querer hacerlo. No es broma. Todo el mundo sabe que para acogerse con éxito al plan de una dieta equilibrada -y digo, fíjese, no más que equilibrada; con las "milagrosas" el ejercicio se vuelve mucho más turbio-, hay que estar dispuesto a (y preparado para) cambiar de horarios, de costumbres e incluso de actividades, aceptando las casi inesquivables alteraciones de ánimo y humor que ello acarrea; por no hablar de los trastornos metabólicos e intestinales que paradójicamente afligen al practicante durante las primeras semanas. Y esta voluntad de transformación, esta necesidad de apostar decididamente por unos hábitos alimenticios saludables que renieguen de cualquier desbarajuste de lípidos, azúcares, colesterol y otros excesos primitivos, exige de antemano un estricto examen de conciencia y un firme propósito de la enmienda. Una especie de envite al diablo por el que se renuncia a caer en la tentación.

Así es.

Sin ir más lejos, tengo un amigo que se ha sometido durante el último año a un proyecto intensivo de adelgazamiento y con el que logrado, a base de alcachofas, cosechar resultados inesperados: veinticinco kilos de sebo -ha leído bien- que, a fuerza de sacrificio, gimnasia pasiva (la única posible a tenor de ese dolor crónico de huevos que, tal decía él, los políticos y la soledad le producían) y mucha hambre, se habían evaporado de los recovecos de su tejido adiposo como por arte de encantamiento.

Es un hecho probado -diríase que un sentir popular, que es el mejor experimento posible donde no alcanza a llegar la ciencia- que hasta hace poco tiempo el procedimiento era incómodo y fatigoso, casi me atrevería a afirmar que molesto. Recopilemos: en primer lugar uno debía visitar a un endocrinólogo que pudiera aconsejarle sobre la dieta más conveniente según su edad, estado de salud y constitución física, y que le explicase con detalle qué clase de alimentos es la más apropiada en cada caso para satisfacer las necesidades energéticas del organismo o, dicho de otro modo, cómo hacer acopio de vitaminas, proteínas, grasas, sales minerales e hidratos de carbono de manera compensada; la siguiente visita -que habría de producirse, haciendo un cálculo grosero pero generoso, apenas transcurridos un par de meses de la anterior- es al psicoterapeuta, cuando el sujeto en cuestión toma conciencia de que el padecimiento al que el régimen alimenticio lo condena está perjudicando seriamente su vida conyugal, adulterando su conducta social e incluso desmejorando su rendimiento laboral, además de ocasionarle severas crisis de ansiedad de tanto en tanto; todo acabaría ahí de no ser porque, con el afán de poder satisfacer los casi quinientos euros mensuales que la visita al psicoterapeuta acarrea (si pensamos en dos visitas semanales a razón de unos sesenta euros la visita), uno se ve en la necesidad imperiosa de abandonar el tabaco, lo que acaba repercutiendo en un ansia incontrolable por llevar a cabo el abordaje de la nevera; es entonces cuando, en un visto y no visto, se recupera el peso perdido al cabo de tanto sufrimiento, y cuando el ciclo nutritivo (endocrinólogo, dieta, crisis emocionales y de ansiedad, vuelta a fumar, psicoterapeuta, ruina...) se pone nuevamente en marcha si uno no ha sucumbido antes al beso de Judas de la depresión.

Por suerte, las cosas han cambiado mucho con el siglo. Llevar hoy una vida razonablemente saludable en cuerpo y alma depende no más que de dos figuras beatíficas, dos auténticas instituciones que poco a poco van comiéndole terreno a la familia como aliviadores de problemas y ahuyentadores de complejos: el personal trainer, que se ocupa de mantenernos en forma mediante progresiones de ejercicios de índole física y una atención especial a la respiración, la concentración, las pausas, el dominio de la mente y la alimentación; y el  coach, que es gurú, chamán, psicólogo, terapeuta, confesor, instructor, consejero y nutricionista, todo en uno. Ni Boris Vian, oiga. Todo ello unido a la ágil lectura de un par de libros de esos que dicen de autoayuda al año y a buen seguro acabará usted descojonándose de sus michelines, bendiciendo su calvicie prematura o pensando que tiene el par de tetas mejor puestas de todo el hemisferio norte, aunque los pezones descollasen a la altura del ombligo.

Así es.      

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