domingo, mayo 31, 2015

Pares opuestos (un relato criminal)

A menudo nos invade una extraña sensación de agotamiento. Nos oprime el peso de un esfuerzo extra, como si a la actividad rutinaria del individuo común hubiésemos de añadir la obligación de permanecer alerta ante cualquier situación de riesgo. El apremio de mantenernos vigilantes en los periodos de acentuación de los episodios críticos. Desde que conocemos la fuente de la patología procuramos controlar la parcela de influencia de cada uno de los temperamentos con absoluto rigor. Vigilarnos el uno al otro se ha convertido en una necesidad y a la vez una carga tan extenuante como eviscerar a la bestia en el matadero. Sabemos de lo que hablamos: nuestro oficio es el del jifero. Así fue que entablásemos contacto con las hemorragias masivas y los descuartizamientos. Y nos gustó. O, por mejor decir, a uno de nosotros le gustó. El otro es más austero y apacible. Más poeta. Sucede empero que, a bien o mal nuestro, somos tan indestructibles como lo era el átomo antes de que la ciencia de Lise Meitner irrumpiera en su férrea estructura. En este momento nos encontramos reunidos con Miranda Lessing, una prestigiosa abogada penalista, quizá la más audaz de las tres que comparten el bufete de Quintanilla. Hace mucho calor. Suda. Superada la disciplina protocolaria de los saludos, es ella quien rompe el hielo: “estoy preparada, señor Dávalos”. Pausa. “Cuéntemelo todo desde el principio”. Desde el principio, dice la hermosa Dicea despechugándose un poco más con cada ligero ademán. En el principio era el Verbo. O el Caos Ecuménico. Acaso la Nada. El principio era como un atascadero de estrellas hirvientes al borde del Gran Estallido. (¿Continuamos?). Sin embargo, respondemos no más que con un sucinto “poco hay que contar”. Incluso sumados somos de pocas palabras. “¿Cómo dice?” –la letrada da síntomas de no aprobar lo que escucha. “Estoy aquí para ayudarle, señor Dávalos, ¿recuerda? Y para eso necesito saber”. Pausa. “Saberlo todo”, añade enfáticamente. Ella quiere saberlo todo… Nosotros una vez creímos saber quiénes éramos cada uno, quién el yin y quién el yang, quién el pasado y el futuro. Reparto de roles. Pares opuestos. Identificación de contrarios. Y creímos también saber, después que el médico forense pasase por alto el diagnóstico de trastorno afectivo bipolar, que éramos invencibles en nuestra terca y solidaria indisolubilidad. Apenas eso sabemos y contar hasta diez, el Número Perfecto. (¿Continuamos?). “Le aseguramos que nada hay de interés que podamos aportarle”, insistimos. “Todo empeño es inútil”. Ella nos enfila sosteniendo una apreciable sombra de perplejidad en su mirada, se rebulle en el sillón y vuelve a la carga con entereza: “con esa actitud no se salva, señor Dávalos”. Pausa. “Si lo que quiere es que yo le defienda ante un tribunal con alguna garantía de éxito, debe explicarme con la mayor profusión posible de detalles cuál es el origen de la acusación”. Al fin la epifanía del plato fuerte: la acusación. Antes de acusarme contémplate a ti mismo, entonaba Bo Diddley con empaque de bluesman sureño. ¿Y quién acusa a los acusadores? ¿Quién a los acusadores de los acusadores? El crimen campa a sus anchas diariamente por salones, oficinas y gabinetes de distinto rango y menester. No son raras las ocasiones en las que quien más se envanece de ser fiel cumplidor de la ley, aquel que más se engalla por tener un certificado intachable de penales, ese espécimen indigno que de tan pulcro como se exhibe asegura enjuagarse los empastes con Don Limpio, acapara más peligro en cada firma que una bala perdida en un local nocturno de Ciudad Juárez. Hiede el dedo acusador que blande con arrogancia el fariseo. (¿Continuamos?). Entonces terciamos: “nuestra suerte está echada. Hemos sido señalados, perseguidos y juzgados anticipadamente. No hay salida. Se valen unos y otros de la vertiente cabal del superyó para acusarnos, al tiempo que su yo animal torpedea sin pudor la línea de flotación de cualquier código ético”. Nuestra dulce Dicea tarda en reaccionar. Vuelve a agitarse en el asiento perceptiblemente más azorada. Sus ojos rebosan de pupilas. No ha conseguido encajar esa ambigua persona del plural que le habla en las estrechas repisas de su cerebro, ni otorgándole siquiera el beneficio de la duda mayestática. Tal vez se piense incluida en nuestras cavilaciones. Con el último balanceo se le han arracimado los pechos mansamente. Más calor. Juntas las manos, apoya los antebrazos sobre la mesa y dispara: “no debería tomarse esto tan socráticamente, amigo”. Pausa. Se ha calado uno de esos cigarros a vapor entre los labios. “A la luz del informe forense no hay atenuantes posibles en la causa. Y, por si lo ha olvidado, estamos hablando de nueve imputaciones por homicidio doloso”. Pausa. “¡Nueve!”. Más sudor. No recuerdo haberlo dicho anteriormente: detestamos a los abogados. Tanta verborrea altísona, tanto tecnicismo insolente. Pero en descargo de la señora Lessing debo decir que es como un torrente incontenible de energía vital. Una radiante supernova. Luz abrasadora. Indagando en varios tratados de física habíamos llegado a la conclusión de que la energía viva del Planeta está obligada a conservarse globalmente. La que se pierde allá se recupera acá. Andando el tiempo pudimos constatar, en ese laboratorio privado en que habíamos convertido el matadero, cómo la energía que libera la carne extinta es trasvasada íntegramente al karma del verdugo. ¡Eureka! Un volcán de vitalidad. Como engullir un suculento filete, pero en un estadio anterior de reciedumbre y pureza. Trasladar este Principio de Equidad Universal a la especie humana fue el súmmum. Kilojulios de energía tanática emigrando del fiambre del prójimo a cada uno de nosotros como un géiser de potencia desbordante. Inspiración profunda, náusea y eructo para que asiente bien el tránsito de la química molecular. “Anote diez”, refuta uno de nosotros comprimiendo el cuello terso y blanquecino de ella con la diestra, en tanto el otro emplea la mano del diablo para redactar este panegírico a la ciencia funérea, esta crónica del triunfo definitivo de la Ley Telúrica que obra ahora en poder de usted. (¿Continuamos?).



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