domingo, junio 28, 2015

No pueden quedar cabos sueltos (sinfonía criminal en ocho movimientos)

Las exequias fueron todo lo austeras que cabe esperar cuando se trata de honrar a título póstumo a un pelagatos sin nombre ni oficio, a un pobre diablo que apenas tuvo en los últimos meses dónde hincar la rodilla para caerse muerto. Nada de milagrosas pólizas de decesos que garantizan al cliente un trayecto en primera clase hacia el paraíso, con sala de velatorio rematada en mármoles de Carrara y servicio VIP de tanatoplastia incluidos; nada tampoco de féretros temáticos y biodegradables, ni acaso de esos tanatorios cinco estrellas que, de un tiempo a esta parte, proliferan por toda nuestra geografía ofreciendo fabulosas coberturas integrales. No, nada de eso. Lo que allí se vio solo transpiraba salitre, soledad y desamparo. Apenas un par de parientes lejanos que lloraron sin amargura al difunto, de cuerpo presente en el apartamento que tenía arrendado en una pequeña localidad de la costa andaluza; tres tipos que, aun confesándose sus amigos, ni en poco se esforzaron por disimular que el principal pesar de ellos tenía que ver, más que con cualquier otro sentimiento hacia el finado, con la pérdida del cuarto “musquetero” —tal se nombraban entre ellos desde que a uno se le ocurrió pronunciarlo y los demás le rieron desaforadamente el chascarrillo— en aquellas tardes eternas de whisky de contrabando, farias de boda y órdagos a la grande; una mujer de esas que llevan la tarifa escrita en la pechera, maquillada en demasía y bien metida en carnes, que acudió al funeral para únicamente depositar un libro destartalado a los pies del cadáver; un relicario barato de chapa de aluminio que albergaría sus cenizas hasta que el padre Basilio se ocupase de arrojarlas para siempre a lo más luminoso del mar Mediterráneo, cual dictaba su última voluntad, acompañadas de una melancólica oración; y una corona funeraria de flores blancas con una cinta celeste cruzada al bies sobre la que podía leerse, en chabacana disposición de letras doradas, la siguiente leyenda: «No pueden quedar cabos sueltos».  


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Jonás había deambulado durante los dos últimos años por las cuatro estaciones expiatorias de la crisis económica, esperpéntico vía crucis que no deja perder de vista la escarpada cima del Calvario—, a razón de arrastrarse durante un semestre por cada una de ellas en riguroso orden cronológico: la congoja primero, luego el desaliento, el fantasma de la ansiedad después y, last but not least, el invencible ogro de la desesperación. Dos años fue, en efecto, el tiempo máximo que logró Jonás estirar los ahorros en aquel peregrinaje por el vientre de la ballena, luego de que su nombre hubiese pasado a engrosar la nómina del último expediente de regulación de empleo de Indacascajo Morterón, la empresa constructora para la que había prestado sus servicios durante las últimas dos décadas. Altivo de más para reconocerse en la fila de los menesterosos —quién lo ha visto y quién lo ve, acomodado y manirroto ayer y hoy tan palmariamente apurado— e ir tocando a puertas de buen repicar o aceptando limosnas de gente con mejor suerte en la vida, fue el caso que nuestro héroe no encontrase otra salida a sus cuitas económicas que atender la irrechazable oferta del Inglés.


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Igual que llegado el miércoles se volvían inexcusables el partido de Champions League (en temporada) y la mano de mus con los compadres, en la agenda de Jonás cada jueves era día señalado para el refocilo entre los muslos de ‘Fatty’ Morgana hasta bien vaciar de simiente las verijas. Tal era la carnosidad y reciedumbre de la llamada Morgana que no hubiera putañero en varios kilómetros a la redonda que, preguntado por ella, no la refiriese la más apetecible prostituta de todo el distrito portuario. Fue gracias a su natural perspicacia y a los impagables contactos que entre el hampa tenía —pues sintiese al cliente de más alicaído y en horas tan bajas después de haber perdido el empleo, el subsidio y toda esperanza como Jonás llegó a entablar relación con ese personaje principal a quien apodaban El Inglés. A su imagen pública como propietario respetable de un par de selectos clubes nocturnos en el malecón, El Inglés sumaba una aplicada dedicación al proxenetismo, el narcotráfico, la trata de blancas, el estraperlo y, como hasta las ratas bien sabían en las cloacas de los bajos fondos, a ejercer como cerebro de una banda organizada con la que, detrás de cobrarse los aplazamientos de antiguos empréstitos, lo mismo te amputaba un manojo de dedos que te volaba la nuez a sangre fría, siempre el castigo en función de la cuantía comprometida. A raíz de la generosa intercesión de Morgana y después de investigar exhaustivamente al candidato, el capo consintió incorporar a Jonás a la plantilla de secuaces que conformaban el tejido de su organización criminal, ocupando una vacante que por defunción se había originado en la división de matones y sicarios. Para bien o para mal, la suerte de Jonás estaba cantada. No había vuelta posible al redil de la honorabilidad.

                                                         
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Por más que los terapeutas aseguren que el primer muerto es siempre el más difícil, a Jonás todos los encargos le parecían igual de fastidiosos. Incluso siendo cierto, para descargo de su maltrecha conciencia, que en el catálogo de ajusticiados hubiera un par de caudillos de la impudicia que no mereciesen ver la luz de otro amanecer, no era tarea fácil para él acostumbrarse al perfume ferruginoso de la primera sangre derramada. A todo ello se unía el hecho de que la preparación del agente era exclusiva para cada maniobra de ejecución: un estudio detallado de los usos y costumbres del sujeto, seguimientos en días y márgenes horarios aleatorios, la inspección exhaustiva de sus entornos familiar, social y laboral, así como un análisis extremadamente cuidadoso del lugar elegido para perpetrar el atentado, evaluando todos los factores que pudiesen impedir que este pareciera un accidente. Lo que los asalariados del Inglés llevaban a cabo era, sin ir más lejos, el trabajo de campo que se le presupone a un buen detective privado, con el agravante de tener que plantar cara al perseguido en el último acto. Pasaron algunos meses antes de que Jonás consiguiera habituarse a las rutinas del nuevo empleo, demasiado estrictas para hacerlas comulgar con su temperamento pacífico. Una semana después de haber dado boleto al quinto tipo, siguiendo siempre las consignas revanchistas del Inglés, recibió orden de volver a comparecer en el Seas of the Moon donde sería puntualmente informado de los detalles de su próxima misión. Lo que Jonás no podía imaginar es que a partir de ese momento nada volvería a ser igual en la marejada de sus días.

                                  
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Cuando penetró los dominios del Seas of the Moon, alrededor de una hora antes de que el establecimiento abriese sus puertas al público, Jonás encontró a Johnny colocando unas botellas de licor sobre la repisa. «Aquí está lo tuyo», dice el barman deslizándole un elegante portafolio de mano sin mediar otro saludo. «No vuelvas a olvidarte de quemar la documentación en cuanto la hayas memorizado. Buena suerte». Para entendernos, no hace otra cosa que recordarle el protocolo de rutina que rige cualquier negocio al margen de la ley con el fin de evitar posibles complicaciones. Se despiden. A pesar del nutrido arsenal de prevenciones que conforman el catálogo de estilo del Inglés, Jonás, de naturaleza imprudente, se afinca en el mostrador de un mesón cercano al Club, a la vista de parroquianos y advenedizos, y pide una cerveza. (He ahí el tipo de detalles que dirigen el foco hacia la impericia del neófito). Allí mismo descubre la cremallera del portafolio y extrae la ficha correspondiente al agraciado de turno, que aparte de sus datos personales contiene (sistemáticamente) varias fotografías recientes, un currículum vítae, un compendio de sus aficiones más señaladas y hábitos más comunes, una lista con los nombres de las personas que integran sus círculos más próximos y una recapitulación de los pecados cometidos, esta última rematada por un dictamen del Inglés en el que se formula la sentencia que debe aplicársele al desdichado. Jonás se envía el vaso de cerveza al coleto mientras se dispone a ojear lo más relevante del dossier, pero ni siquiera es capaz de ingerir el primer buche, que termina espurreado sobre sus pantalones como un géiser de espuma de cebada. No quiere creer lo que sus pupilas ya han visto. No puede. Nombre: Tobías Pérez Rebolledo. Y entonces sus ojos vuelan inmediatamente hacia la fotografía que preside la esquina superior izquierda del documento, la cual acaba por confirmar su presentimiento. No hay duda. Se trata de él. Tobías, el amigo de la infancia. Sentencia: aplicar puñalada profunda en el bajo vientre. Repetir la operación tantas veces como sea necesario. Observación 1: certificar el desangramiento. Observación 2: previo a pinchar, exponer con voz alta y clara al target: «El Inglés te envía sus respetos. No deberías andar jugando con menores de edad, menos aún con la hija del que decide quién vive y quién muere en esta ciudad. Una raja por otra».    


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Él sabe que no puede hacerlo. Hay códigos de lealtad que nunca deben quebrantarse, eso Jonás lo tiene claro. Y luego están la moralidad, el sano juicio, los principios y la mala conciencia. No habría sido capaz de sobreponerse a la fatalidad de tener que ajusticiar a un amigo, por más que le obligase la deuda para con su nuevo empleador. No hubiera podido soportarlo, de eso no le cabía duda alguna. Estaba decidido: no lo haría bajo ningún concepto. Iría a dialogar con El Inglés, quien a buen seguro entendería lo emocionalmente comprometido de su situación y juntos buscarían un arreglo consensuado. Eso es lo que haría. Le expondría su conflicto de intereses y le rogaría, en consecuencia, que le fuese permutado el target con cualquier otro de sus matones a sueldo. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener quién le diera matarile a quién?  


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Tal era de esperar de un gran tipo como él, de un patrón de la bonhomía y humanista de provecho, El Inglés se mostró muy comprensivo con el dilema que azoraba a Jonás. «Descuida, muchacho», le había dicho en tono paternal, «en breve te asignaremos un nuevo objetivo». No era liviana la carga que el preboste le quitaba de encima con dicha dispensa, aun cuando el alivio derivado de ella no le impidiera naufragar en la idea trágica de que Tobías ya estaba sentenciado a morir, cualquiera que fuese la decisión que él tomara. Viendo que nada había que pudiese hacer para salvar la vida de este —o al menos así debió entenderlo Jonás desde su experiencia con el entresijo de la banda—, se limitó a esperar. Nunca habría imaginado que Tobías, un padre de familia triunfante y bien relacionado, pudiera verse mezclado en los turbios asuntos del Inglés. Este infeliz cruce de caminos mantenía a Jonás instalado en el baricentro que la incertidumbre, la estupefacción y el abatimiento acotaban. En alguna medida le consolaba pensar que la postura que había abrazado era la única que le permitía mantenerse fiel a ambos bandos, apostando tanto por no morder la mano que le tendía el alpiste como por no traicionar la lealtad que se le debe a un camarada. Cierto es que de primeras sintió el impulso de ir con el cuento a Tobías para prevenirlo del desenlace fatal que parecía aguardarle, pero una fuerza de inercia de la misma intensidad y sentido contrario le obligaba a mantenerse fiel a la causa de su pagador. Transcurrieron así cinco días antes de que Jonás volviese a tener noticia de la organización, lo que sitúa de un plumazo el relato de los acontecimientos en la fecha del pasado jueves, su día semanal consagrado al buen hacer de la cotorrera. El episodio final de esta peripecia fue de la siguiente guisa: como de costumbre, Jonás abandona su apartamento al filo de la anochecida y se dirige con paso tranquilo pero decidido a las catacumbas del Club Papillón, esos cuartuchos infectos que él tan bien conoce y donde una vez por semana Morgana le desvela destrezas genitales que aún no hay enciclopedia de anatomía que se haya atrevido siquiera a bosquejar. Esta vez Jonás se acuerda, al fin, de llevarle un viejo ejemplar de “La Celestina” que le tenía prometido tiempo atrás, desde que ella cumpliera la función de alcahueta intercediendo por él ante El Inglés. El trayecto, ligeramente en descenso hacia la línea de costa, hace un recodo en el último tramo para embocar la tenebrosa costanilla en que se ubica la entrada al Club. Cuando llega a su destino no ve a nadie en los alrededores. Los pescadores duermen. Apenas pueden intuirse un par de luces encendidas en las dependencias del primer piso y un paisaje con mar al fondo espejeando brillos de luna. La calma chicha es invasiva. Pasan tan solo unos segundos hasta que el silencio que lo envuelve todo es súbitamente perturbado por el discurrir de unos pasos que se dirigen velozmente hacia el lugar exacto en que él se encuentra. Al girarse sobre sus talones, Jonás identifica inmediatamente la figura de Tobías apuntándole con una pistola “de la casa” al entrecejo. Sin preámbulo alguno ni saludos ni hostias santas, el amigo comienza a verter su retahíla con singular aplomo: «El Inglés te envía sus respetos. Ya no eres persona grata a la organización. De nada nos sirven los blandos. No pueden quedar cabos sueltos». Y, sin darle opción a la réplica, presiona el gatillo con fabulosa entereza. Se trata siempre de matar o morir: imposible concebir una alternativa intermedia para salvaguardar el pellejo.


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Aún resonaba en el aire el eco de la detonación cuando otra onda acústica vino a interponerse agitando a su paso las moléculas de pólvora quemada: «El Inglés te envía sus respetos. No deberías andar jugando con menores de edad, menos aún con la hija del que decide quién vive y quién muere en esta ciudad. Una raja por otra». Y de entre las sombras, como un fantasma que aguardase el momento oportuno para manifestarse, emerge una mano justiciera que le apuñala el bajo vientre sin contemplaciones.






                                                



             

martes, junio 23, 2015

Kafka, la niña y la muñeca (según Paul Auster)

Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentra con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella le contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. "Tu muñeca ha salido de viaje", le dice. "¿Y tú cómo lo sabes?", le pregunta la niña. "Porque me ha escrito una carta", responde Kafka. La niña parece recelosa. "¿Tienes ahí la carta?", pregunta ella. "No, lo siento", dice él, "me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo". Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?

Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.

Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir una cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan. Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.

Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.

(Fragmento de "Brooklyn Follies", de Paul Auster, en la traducción de Benito Gómez Ibáñez)


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